Hay gente fotogénica y hay cosas que también lo son. El jazz es una de ellas.
Algo tiene su atmósfera que atrae a numerosos artistas gráficos a ponerse a pie de escenario para captar esas imágenes. Normalmente en blanco y negro. Como sus músicos. Las fotografías de jazz evocan –a mí me evocan- un romanticismo trágico. Quizá sea por esas baladas desgarradas como las que cantaba Billie Holiday, o por esos músicos negros que entraban por la puerta de atrás –la de los negros- porque no les estaba permitido entrar por donde el público blanco, que aplaudiría a esos marginados convertidos una hora más tarde en estrellas. Llevaban a cuestas una mochila bien cargada de historias, buenas y malas, que cantaban – o tocaban- en el escenario donde nadie más que ellos marcaba el ritmo de las cosas. Ellos eran los dueños de ese momento y ellos son los protagonistas de esta exposición, con músicos de ahora, con menos historias de racismo, drogas y suburbios pero que aprendieron de aquellos su profesión y de alguna manera la reviven cada vez que soplan, tocan o golpean su instrumento.

Alfonso Querol
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